Hace tiempo que no me desnudo para alguien. He follado, he
hecho el amor y he vendido mis besos rebajados alguna que otra noche. Pero se
queda en eso, en saliva, en coqueteo de bisutería barata, en sonrisas que no se
vuelven a ver.
Cuando digo que hace tiempo que no me desnudo para alguien,
no me estoy quejando. Follar viene bien de vez en cuando, desesperar, que te
arranquen la piel; apresar y ser apresada y un hasta luego que huele aún
reciente a sábanas removidas. No busco más que eso, guarecerme de vez en cuando
bajo el nombre de alguien que acabo de conocer o, tal vez, que no terminaré de
conocer nunca.
Sin embargo, hoy me ha asaltado esa frase o, mejor dicho,
ese hecho. Qué fácil es quitarse capas de ropa y quedarte con todas las de la
piel, esa coraza que evita que cualquiera ponga un dedo con sus ojos sobre mi
alma polvorienta y resentida, que evita que cualquiera pueda juzgar el porqué
me duele una cosa u otra.
Hace tiempo que no sangro en público, que a escondidas me
hago transfusiones de lo que pienso yo que son mis sueños. Y me recluyo, en
madrugadas que pasan como cometas, haciendo que mi pena se vaya quedando en los
huesos, haciendo tintinear esas copas que nos bebimos después de brindarnos un
“hola”, un gemido y un “adiós”.
Y lo que duele me empapela por dentro, sin dejarme expirar
las cuatro palabras mal dichas que me debo a veces, las cuatro lágrimas que,
tímidamente, se atreven a asomar entre mis pestañas y a la mínima intención de
caer, corren dentro a cobijarse bajo los párpados.
Estoy cansada de decirle a mis lágrimas que no caminen
descalzas, que luego se resfrían y no hay quién las convenza de que no les
pasará nada si de vez en cuando utilizan el puente de mi nariz como tobogán.
Pero hace tanto tiempo que dejaron de ser niñas que ahora sólo salen cuando
cuentan un buen chiste o cuando sobrepaso mis límites de porros.
Hace días que llevo abriendo esa puerta, esa que cerré con
llave y en la que colgué el cartel de “cuarto de la limpieza” para que nadie
reparara en ella. Esa puerta que guarda el hueco VIP, pequeñito y rebuscado de
mi corazón, cubierto de telarañas y carteles de no entrar, que reservo a
alguien valiente que desafíe mis deseos de que no entre nadie.
Y hace días que, abriendo esa puerta, te he encontrado
detrás de ella, conviviendo con mis inquietudes, mis quejidos de casa antigua y
los coyotes hambrientos que suspiran por alcanzar tu cuello. Sé que te has
perdido y por eso te pregunto:
-¿Qué haces aquí?
Y tú, mirándome con tus ojos planetarios, me susurras:
-No hagas ruido. Noemí no sabe que me he colado aquí.
-¿Y por qué te has colado?
-Porque me había llevado a un sitio horrible, ese sitio
donde mueren los amores que no llegan a serlo.
-Algo le habrás hecho, ¿no crees?
Y tú, me observas sin perder detalle, como siempre haces con
todo y me dices:
-He forzado la cerradura con promesas y palabras bonitas.
-Ahí lo tienes. Será mejor que salgas de aquí antes de que
te encuentre.
-¿Por qué?
-Porque si te encuentra aquí, no tendrá fuerzas para
echarte.
Hace tiempo que no me desnudo para alguien. Dejar caer la
ropa, como guerreros eternos que se vencen al éxtasis, es el significado más
fácil de los que tiene la palabra “desnudarse” y al que nunca le hago ascos.
Sin embargo, cuando hablamos de desabrochar el sujetador o bajar las bragas a
mis quebraderos de cabeza, es mi voz la que se quiebra sin decir palabras, tan
sólo onomatopeyas que deben ser agradables de escuchar desde unos oídos y unas
manos que se creen capaces de hacerme unos largos.
Dejarme ver por alguien que no va a entender ni una nimiedad
de mí, que tal vez intente cambiarlo, decorarme a su gusto, sin valorar el
esfuerzo que me supone dejar en cueros a mis asperezas, temblando de frío
porque nadie las lima. Porque nadie se preocupa por cuidarlas y que no se
conviertan en grietas.
Ha pasado tiempo desde la última vez que me desnudé para
alguien porque la última vez que dejé de lamerme las heridas creyendo que iban
a ser otras papilas gustativas las que me iban a sanar, acabé zurciéndomelas
con hilo temporal de ese que no se recupera. Ese ovillo gris de tiempo que te
entregan cuando naces y que año tras año los de tu alrededor te repiten que no
lo malgastes por lo que no vale la pena, porque no tienes más que ese poco. Y
tú lo guardas, lo reservas y lo mimas todos los días, creyendo que lo
utilizarás para remendarte alguna sonrisa mal llevada, la muerte de tus padres
o algo que valga verdaderamente la pena empeñar un poco de esa riqueza que
tenemos todos. En cambio, malgastas la mitad en la primera morena de mirada
furtiva que te obliga a replantearte cada poro por el que respiras. Y si no esa
chica, será otra, y con el tiempo los goznes de la puerta de ese “cuarto de la
limpieza” se oxidarán más y más hasta que ni la persona más preparada, valiente
e invencible pueda moverla y te mirará, y en ese momento te encogerás de
hombros.
“Qué iba a saber yo
que el tiempo es oro y que, por su ausencia, vagabundeo por las calles bebiendo
de los cartones de la lotería que nunca me tocó”.
Siempre me arriesgo, siempre cometo los mismos errores, los
mismos puntos suspensivos, que se llevan por encima, como hormigas, mis
silencios.
Por eso decido cerrar por vacaciones la ciudadela de mí
misma. Sin más tours ni más fiestas nacionales, en la que la única música es la
fricción de mi cuerpo con algún otro.
Por una vez, tan sólo una vez, quiero que alguien se desnude
delante de mí, que me borde con soltura esas cicatrices que me afean utilizando
parte de su ovillo.
Por una vez, tan sólo una vez, quiero utilizar parte de mi
hilo para coser las heridas ajenas de alguien, que desnudo, me haya facilitado
sus coordenadas exactas.
Por una vez, quisiera ser desnudada por alguien al que no le importe desnudarse primero.