26 mar 2018

La vorágine imaginaria

Las lagunas, los cambios de estado, la fluidez de una personalidad a otra, la vibración del ambiente, los matices de las cosas que percibo, la represión de las emociones, la espontaneidad, las verdades mostrándose ante el ojo impasible del que la mira, la vulnerabilidad, la risa. La nostalgia de los barrios dicharacheros, la energía que fluye de los cuerpos, las expresiones con arrugas, el tiempo que se desmenuza, la contemplación, y la evasión de la contemplación, la acción, el ahora, hacer algo sin pensar pensando, la consciencia de una con el todo. Romper mentes como cuerpos, ver caer los pedazos y conocer a fondo cualquier cuestión, o al menos, creer que la conoces, la suspicacia del conocimiento sobre las cosas que no están y ves, la transformación de la apatía sólida en apatía líquida, la satisfacción por fin. La experiencia que nunca ha cabido en un recuerdo psicodélico sobre nada que yo pudiera guardar para poder hacerme recordar dónde estuve, qué sentí, qué supe, quién he sido, quién he dejado de ser. Todo tan líquido que llega a resbalarse entre los dedos para luego no llegar a mí. Humo, agua, recuerdos escapistas. La gata que maúlla en la habitación de al lado; demonios sobre mí y yo protegiéndote de las sombras que se ciernen sobre mi cuerpo aún despierto con el insomnio a partes iguales en cada párpado abierto y la locura traspasándome, y las pupilas agujeros de gusano, y los habitáculos como parte de un escenario de maquetas que vuelven del revés otras dimensiones que yo tenía dentro. La sangre del suelo, la fregona ensagrentada, los espíritus aferrándose a los reflejos de la luz en los quicios de las puertas, la casa envejeciéndose a cámara lenta; siendo un reflejo de lo que acontecía aquí dentro. La algarabía de voces pidiendo auxilio, como en el universo de Dante, yo elegía pasarme tiempos enteros delante del ordenador con la pretensión de sacarles de esos círculos viciosos de muerte que no paran de repetirse, que no han parado aún. El cuchillo cortando la mantequilla, la parálisis del sueño, los terrores nocturnos sin estar dormida sobre un coche que se descarrila, el deseo de querer generarme un superpoder que pudiera llevarlo a un lugar seguro con el magnetismo de mi mente. La incertidumbre, el escepticismo del misticismo, el misticismo siendo mi domina; sumida en la expectación de la muerte ajena y la propia, los marginados de la sociedad persiguiéndome, tocando el timbre de la puerta que podía llevarme a otros mundos, como la puerta del castillo ambulante. Dibujé la música para poder olvidarme del terror, y la música empezó a formar parte del mal viaje de unas setas alucinógenas que nunca comí. La dopamina desbordándose del cráneo, mis tres millones de años como Gea, la ira, la rabia, el duelo por el genocidio que no fue metáfora, que fue real en mi mente. La silla de ruedas, el paro cardíaco inminente del tango que bailé con la muerte para poder salvarlos a todos. El karma por no haberlo pensado con antelación. No ser nadie, más sentirlo todo.
La gata maullando, el cáncer, los recuerdos falsos que en la copa del árbol que es mi mente empezaban a desprenderse como hojas y no caían. Flotaban y yo pasaba la mano para luego cortarme, para luego lamerme la herida, para poder equilibrar el karma cuando yo no creía en el karma, ni en los demonios, ni en la fantasía que conforma el imaginario colectivo. El psiquiátrico, las lagunas otra vez, el intento de escaparme del hospital, de una realidad que no había manera de comprender cómo había podido llegar a ese punto de no retorno. Ayudando a que una chica recordara cómo coger una cuchara, la empatía, los boleros, el gitano Willy, ganar y perder al ajedrez, las historias desgarradoras, sentirse abrazada. La recuperación, el tsunami mental de la mental illness, las flores, el sabor, estar de vuelta.
Tú no sabes, tú no sabes...