Me fumo los suspiros junto con las ganas de volar. Siempre
supimos que no era fácil hacerlo. Siempre supimos que para volar se necesitan
cosas bonitas en las que pensar.
Me escapo de las tildes que lidian con la palabra corazón y
tú, tú que sabrás de él y de su dolor. Qué sabréis vosotros de él y de sus
miedos.
A veces salta al vacío, creyendo ver una piscina al fondo,
pero al caer unos brazos lo agarran. No lo cogen, no, lo agarran. Lo exprimen,
le hacen hablar, a veces ahoga sus lágrimas entre latidos porque no puede irse,
porque no puede dejarlo.
Droga de corazones anestesiados.
Ya no duele, sabiendo que los recuerdos estaban enfermos e
iban a morir, no sorprende. Sólo quedan rastros en el aire viciado de la
soledad venidera.
Quién quiso creer en algo, al fin y al cabo, acaba
quemándole los oídos por no escuchar la voz de la verdad. ¿Realmente sabemos
cuándo estamos perdidos o cuándo estamos a punto de perdernos?
Nadie te pone el reloj a la hora, ni un alarma que dicte la
sentencia del error. Nadie te dice cuando te equivocas ni si realmente lo
harás. El sonido de la equivocación viene en forma de rechazo, de reproche y de
dolor. Tú eres la diana, sus palabras los dardos que te atraviesan. Su premio,
el desahogo. Tu trabajo, el de saber sumar los puntos, que no son sino los
fallos acumulados. Tus fallos son sus aciertos. Ellos supieron que te
equivocabas antes de saber si quiera lo que tú misma ibas a hacer. Y, sin
embargo, se quedaron ahí, expectantes, esperando que erraras para venir
corriendo a decirte cómo llevar tu vida.
No más. Así acabó.
Diciendo que no volverías a lo mismo.
Mi tarea ahora es empezar a creérmelo. Aunque no tenga ganas
ni las pretenda tener.