¿Cuánto tiempo hace que te dejé entrar? O al menos, dejar
que miraras de puntillas por encima de las ventanas que me abro a veces para
escapar.
Por qué tan dulce y aterciopelada me pareces siempre, por
qué atenta me mantienes a cada palabra que te dejas decir, por qué quiero saber
más cuánto menos distancia me apetece que haya entre nosotras.
Me han dolido tantas cosas, me han desabotonado tan mal las
camisas de esta, mi armadura. Me han desnudado tantas veces sólo para dejarme
así, mientras cae la lluvia de alfileres. Me has caído tú del cielo, encima,
haciéndome pequeñita y tratándome como si fuera grande.
Las palabras no son suficientes para describir lo que son
tus lunares. Tal vez sólo he visto dos o tres en fotografías que dejas por ahí,
pero conforme me voy imaginando los demás me imagino como debe de ser
recorrerte. Saberme tus trecientos cincuenta y cuatro escalones y tropezar con
todos ellos. Admirar el color de tus paredes y el color granate de tus
descosidos. Ay, si me dejaras ser algo más que una desconocida de palabras de
algodón. Te atravesaría, te haría que mirarme fuera lo que más te gusta hacer. Ay,
si se pudieran hacer amaneceres con tu ruido, desayunarte los quejidos que te
marcas y me cuentas mientras me invitas a tu azotea. Y qué irónico, tan lejos y
sentirte tan de cerca a veces, casi contándome tus duelos al oído.
Que se me ha convertido en dogma creerme más que las
palabras que te digo. Qué bonita, qué preciosa, qué rota y qué bien te queda.
Eres ese puzzle que me recompone a mí.
A veces pienso que me he dejado la libertad en tu acento, en
tu risa y en tu idiotez. La libertad en tus “cosillas” que me hacen polvo a mí.
Y cómo me gusta. Sigue así. Ojala un día nos hagamos polvo, de las estrellas
que se quedan en tus ojos.
Qué grandes, qué esquivos ellos.
Ay, si apenas puedo decir algo sin pecar de no conocerte
tanto.