16 ene 2017

Batiburrillo de caos y lucidez

La mente me está pidiendo que me explique un sentimiento, cosa que el lenguaje no puede llegar a abarcar en palabras, porque sentir ya es un lenguaje en sí mismo. Empatiza conmigo; abre las puertas y usa la llave en el cerrojo de la cara B del alma. Olvidas que igual que con la voz, interpretamos lo sentido con un abrazo, un beso o la mirada.
Explicar un sentimiento sólo es posible si lo comparo con otras cosas que los cinco sentidos, o seis o siete, perciben. Así mismo, un sentimiento sería como el eco que extiende el vacío a un golpe de voz, tras el que se crece un silencio predecesor que difiere entre otras clases de silencio. Podría ser como una gota que cae y donde se puede apreciar la luz rojiza a trasluz de un sol que se pone.
Sería el tacto de algo vivo que vibra al contacto con la piel. Sería el agridulce sabor de la bocanada de aire que alguien da después de haber guardado el aire en los pulmones. La imagen de la ruina tras el paso destructor de la guerra con su inconfundible olor a pólvora, humedad y abandono, quizás. O sería más acertado subrayar la imagen de la creación en esas mismas ruinas donde empieza a crecer vida, envolviéndolas en flores, en vegetación e insectos. Si aguzamos el oído, sin duda se podría escuchar su instintivo ruido a ausencia, a desazón y a risa salvaje; histérica.
Sí, un sentimiento se puede comparar con el sentimiento de otro, que nunca podrá llegar a ser similar al mío. Sería más acertado compararlo con la naturaleza de las cosas que por alguna razón existen y ellas nos facilitan el camino al propio conocimiento, sobre ellas y sobre lo que tenemos adentro.

Ya he dicho suficiente.