Mirémonos. Tú allí y yo aquí, no valemos nada. Mírate tú,
tan segura de que me has olvidado que la mentira levanta la mano para protestar
por tu ignorancia. Y mírame, queriéndome esconder esos dedos que me muerdo cada
vez que no lo haces tú. Y mírate, queriéndome decir algo que ni tú misma te has
dicho. Y mírame, remendando las costuras por dónde se me escapa la goma espuma
que evita que me hagas daño. Y mírate, tú que intentas hacérmelo y no te sale.
Hacerme daño, hacerme el amor y las desigualdades más incapaces de limarse que
la última vez que me emborraché con tus ojos. Y no te sale, pero mírame, qué
poco me ha costado darme cuenta que has clavado tu bandera en territorio
inexplorado siendo la astronauta de los lunares más recónditos de mi anatomía.
Y mírate, tan innecesaria que realmente te has petrificado para mí, mirándome
con el sin sentido de tus ojos, tejido estelar del que me zurzo las sábanas.
No, no te necesito, pero te miro como si así fuera. No, no
vales la pena, pero de nuevo vuelvo a dedicarte palabras de tallas más grandes
que no te quedan bien, porque ellas son enormes y tú diminuta. Y mírame,
deseando que sólo lo hagas una vez más. Y míranos, mirándonos con las nucas,
buscando una excusa para girarnos y explotar. Radiactivas, tóxicas, letales.
Así las mujeres que me amaron, así la mujer que he llegado a ser.
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